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Publicado el 09-08-2020

PANDEMIA Y ESTRUCTURA TRIBUTARIA

Por Martín Mangas
Investigador Docente de Finanzas Públicas
Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS)

Hay algo que deja en evidencia la pandemia del COVID-19: la enorme desigualdad. Desigualdad que se manifiesta de formas diferentes según el nivel de desarrollo de los países, pero la pandemia, expone y profundiza los problemas endémicos de una manera mucho más brutal. No es nada original decir que a esta fase del capitalismo (parafraseando al genial Eric Hobsbawn), la podríamos considerar como “la era de la desigualdad”.

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Profundos estudios demuestran que la riqueza se ha concentrado hasta límites insospechados en el siglo XXI y que ha generado una distribución del ingreso mundial similar a la que existía en el siglo XIX. Estos hechos, por cierto, muestran todo lo que tiene (y debe) hacerse con el sistema tributario para corregir semejante desigualdad.

 

En casi todos los países de América Latina, la distribución del ingreso, medida por el índice de Gini, mejora con la intervención del conjunto de la política fiscal (impuestos y gastos). El sistema tributario aporta muy poco a esa mejora, porque en la mayoría de los países de la región es de carácter “neutral” (deja a la distribución del ingreso casi igual que como proviene del mercado). Lo que mejora enormemente el índice de Gini es el gasto público, principalmente el gasto público social (en educación, salud, asistencia y previsión social).

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Finanzas Públicas y política Fiscal, uno de los libros que escribió Mangas junto con sus compañeros de equipo del ICO-UNGS

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El balance fiscal determina que en toda América Latina la política fiscal en su conjunto tiene un efecto levemente progresivo (en Argentina, Uruguay y Costa Rica más del doble que en Perú, Colombia o México), pero como se mencionaba antes, el sistema tributario posee una escasa relevancia en la mejora de la distribución del ingreso. Y ahí es donde hay que intervenir. La redistribución no sólo debe alcanzarse con el gasto público, sino que en la acción estatal del cobro de impuestos hay que lograr un efecto progresivo (y no meramente neutral).

 

Por eso, quiero enfatizar, que el gran desafío, no de ahora, pero si “hoy más que nunca”, es discutir, redefinir y dar vuelta como una media, el efecto neutro (o en algunos casos regresivo) del sistema tributario en el conjunto de la política fiscal.

 

En nuestro país, el sistema tributario consolidado (incluyendo a los gobiernos provinciales y sin contar en el total a los ingresos de la seguridad social) adolece desde hace varias décadas de una serie de problemas en materia distributiva:

 

a) Los impuestos a los bienes y servicios (consumo y transacciones), cuyos principales exponentes son el Impuesto al Valor Agregado, a los Ingresos Brutos y el impuesto al débito y crédito, comúnmente conocido como “impuesto al cheque”, representan 14,6 puntos del PBI, esto es el 64% del total de la recaudación.

 

b) La imposición a los ingresos, las utilidades y ganancias de capital alcanzan sólo a 5,1 puntos del PBI, un 23% de la recaudación total. Agravado por el hecho de que el 60% de lo percibido por el impuesto a las Ganancias está en cabeza de las personas jurídicas (sociedades comerciales), con lo cual la traslación a costos y precios del impuesto permite distorsionar la característica directa que posee el tributo.

 

c) Los impuestos patrimoniales (Bienes Personales, impuestos inmobiliario y automotor provinciales) representan menos de un punto del PBI. De cada cien pesos que recauda el Estado, casi seis pesos corresponden a este tipo de gravamen, lo que señala el escaso impacto recaudatorio de este tipo de imposición y todo lo que se podría avanzar si hubiera decisión política de gravar la riqueza.

 

d) Algo de esta enorme inequidad se compensa con los impuestos al comercio exterior (derechos de exportación), pero durante el macrismo (por la eliminación de esos tributos a algunos productos o por la reducción de alícuotas) su recaudación cayó a la mitad de lo registrado en la década anterior (1,5% del PBI entre 2016 y 2019 versus 2,9% del PBI entre 2005 y 2015), representando sólo el 7% de la recaudación total.

 

e) Los gastos tributarios (exenciones impositivas) de todos los impuestos representan casi 2,4 puntos del PBI (alguna de las cuales son inexplicablemente injustas como la exención en el pago del Impuesto a las Ganancias de magistrados y funcionarios del Poder Judicial, que en 2020 equivale a 26.697 millones de pesos).

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Lic. Martín Mangas en una imagen para una entrevista del suplemento Cash de Página 12.

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A esta dificultad, en nuestro país se suma otra también desde hace décadas: la enorme brecha de desarrollo regional.

 

Así, mientras en el año 1961 la Nación percibía el 69% de los tributos, las provincias el 25% y los municipios el restante 6%, frente a un gasto respectivo del 72%, 21% y 7% para cada nivel de gobierno, en el 2018 se observaba un desequilibrio fiscal vertical que implicaba que mientras la Nación había centralizado la recaudación, de modo que la distribución resultaba del 81%, 15% y 4% para los tres niveles, el gasto se hallaba descentralizado a los niveles inferiores de gobierno, siendo las participaciones del 54%, 38% y 8% respectivamente.

 

A su vez, existe una brecha horizontal que tiene una raíz histórica y que puede ser ilustrada por la enorme dispersión de la riqueza que implica que sólo dos jurisdicciones, la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires suman el 56% del PBI. Si a ellas agregamos las provincias de Córdoba, Santa Fe y Mendoza alcanzan el 76% del PBI. Del otro lado, nueve provincias apenas contribuyen, en conjunto, con un 7% del producto del país.

 

Otra medida de las disparidades productivas regionales la ilustra la brecha en materia de Producto Bruto Geográfico (PBG) per cápita, que hoy es de 7,7 veces a 1 entre la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Formosa.  Esa brecha ha cambiado muy poco en las últimas cinco décadas. En 1968 la proporción era de 8 veces a 1 entre Santa Cruz y Santiago del Estero.

 

La desigual distribución de la riqueza en nuestro país contrasta con lo que sucede en otros países federales del continente. En Canadá, la brecha en el PBG per cápita es de 1,7 a 1. En México esa relación es de 6,2 a 1, y en Brasil es de 7,2 a 1.

 

Entonces tenemos un problema de fiscalidad regresiva y una desigualdad territorial profunda. Por ende, si lo que necesitamos es reconvertir el Estado hacia un mayor protagonismo eso también exigirá un cambio sustantivo en materia impositiva ya que no se tratará sólo de recaudar más sino también de otra manera. Como la estructura tributaria es la expresión fiscal de las relaciones de hegemonía en una sociedad, lo que hay torcer es esa hegemonía. En ese sentido, las iniciativas de reformas tributarias deberían ir en la línea de:

 

a) modificar el impuesto a la riqueza (llamado Bienes Personales) con alícuotas de no menos del 5% (hoy la máxima con la reforma que introdujo el Parlamento apenas asumió Alberto Fernández está en el 1,25%) para todos aquellos que posean titulares de bienes superiores a los $ 70 millones de pesos (aproximadamente un millón de dólares al tipo de cambio oficial);

 

b) crear un impuesto a las ganancias extraordinarias, a todos los beneficios que excedan el 10% del capital empresario;

 

c) fortalecer el Impuesto a la Ganancias de personas físicas para potenciar así sus efectos recaudatorios y distributivos, llevando a la alícuota marginal máxima a no menos de un 45%.

 

Darle una fuerte progresividad al sistema tributario (vía impuestos a la renta, al patrimonio y a las actividades extractivas y contaminantes) y combatir la evasión fiscal, la fuga de capitales y la elusión tributaria (que se produce por la off-shorización y la existencia de guaridas fiscales), son aspectos fundamentales para avanzar en esa agenda de reformas.

 

Para esto, tanto en nuestro país, como en el resto de América Latina, necesariamente debemos enfrentar en todos los campos de política a la fracción más concentrada del ingreso y de la riqueza.

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